Soledad Morillo Belloso

PDVSA, una cuestión de honor – Soledad Morillo Belloso

Por: Soledad Morillo Belloso 

Entre las muchas razones que le impulsen a uno a apoyar a alguien en política, seguramente la menos importante es el gusto. El «me cae bien» es irrelevante y pueril a la hora de escoger a quien favorecer con algo tan importante como es el voto. Yo apoyo ideas, y personas que promuevan las ideas en las que creo. No otorgo mi preferencia electoral a quien sea más simpático, o se vista más bonito, o haga promesas ensoñadoras. Por poner al pueblo a oír cantos de sirenas estamos donde estamos.

La democracia no es fácil. No lo es para los políticos y tampoco para los ciudadanos. Es tremendamente exigente. Demanda trabajo duro y persistente. Y, sobre todo, supone el uso de la inteligencia. Ella, la inteligencia, tan escasa en algunos, se deshace como hielo en las arenas del desierto cuando no se usa para evolucionar, cuando sólo es instrumento de poder y control.

La involución define a esta revolución que nos fue impuesta a punta de cancioncitas y eslóganes. Sí, somos hoy un país arcaico aunque maquillado de novedades. De ser punta de lanza en el subcontinente pasamos a ser una nación que está en las mazmorras del subdesarrollo.

Petróleo. No es cierto que la riqueza nos vino de gratis. Ese «oro negro» no lo hicimos nosotros, pero sí fueron toneladas de sudor y de uso de la inteligencia lo que hizo que de él obtuvieramos riqueza. Trabajar el petróleo fue tarea afanosa de varias generaciones y de cientos de miles de hombres y mujeres. No fue «pelar mandarinas».

La «revolución» (que seguramente los historiadores del futuro bautizarán como «La revolución maldita»), destruyó muchas cosas. Destrozó campos, empresas, industrias, comercios, sistemas de educación y salud, museos, sueños, ilusiones y un largo, larguísimo, etcétera. Pero ya todo eso lo sabemos.

A PDVSA la torturaron, mancillarom, saquearon y ensuciaron. No fue tan sólo desplumar a la gallina de los huevos de oro. Fue triturarla y escupir sus huesos.

Sé muy bien la patética situación por la que atraviesa nuestra industria petrolera. Profesionales que son a la vez expertos en la materia y venezolanos de corazón tricolor han tenido la gentileza de explicarme los pormenores de la catástrofe. Con pelos y señales. No hay que ser Einstein para comprender el entuerto.

Pero antes de sucumbir ante el despropósito de poner a PDVSA en oferta en un mercadillo de oportunistas, hay que entender bien lo que podría ser un atentado a nuestra más íntima historia.

La situación es grave. Me lo han explicado muy bien y no soy dada a la negación de realidades.  Pero  hay modelos de inversión que no suponen venderla. Porque vender PDVSA no es como vender la cuarta o quinta vajilla de la abuela, es limitarse a pensar dentro de la cajita. Vender es lo fácil.  Es creer que todo es un mero asunto de números. Y no.

Hace algunos años conversando con Carlos Andrés Pérez  (quien fue adorado, respetado, maltratado, echado al desguace y ahora, nuevamente amado y extrañado) , le pregunté cuál había sido el día más feliz de su vida. «Ah, sin duda, el primero de enero de 1976». Aquel día se oficializó la nacionalización del petróleo. El ministro era Valentín Hernández Acosta, papá de una buena amiga de la infancia, Marisela. El presidente  de la República era Carlos Andrés Pérez. Las firmas de ambos fueron mucho más que rúbricas de un documento protocolario.

Puedo equivocarme (suele ocurrir), pero sospecho que para AD vender PDVSA es como mentarle la madre a alguien ¡en el Día de la Madre!

PDVSA es mucho más que un estado financiero. Es también  cuestión de honor. De historia de honor.  Hay varias vajillas de la abuela. La que no se puede vender es la que tiene la heráldica. Porque ella lleva el estandarte del honor. Es como si alguien tuviera la peregrina idea de vender la Casa Natal del Libertador. Económicamente, PDVSA es un desastre. Es la princesa que fue violada. Pero aunque haya perdido su virginidad y su cuerpo haya sido mancillado, sigue siendo princesa.

Y aunque quizás algunos sientan como algo ajeno el asunto, somos los venezolanos los que podemos hacer entender que esto es un asunto económico,  sin duda. Un problema que hay que resolver. Pero es también una cuestión de honor, de honor  venezolano.

 

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