El amor verdadero no es un destello fugaz ni un espejismo del deseo. No se construye en la urgencia ni se desvanece en la incertidumbre. Es, más bien, la voz tranquila que nos llama cuando todo lo demás guarda silencio.
Muchos lo confunden con euforia, con la exaltación de los primeros encuentros, con esa sensación de vértigo que acompaña la promesa de algo eterno. Pero el verdadero amor no es un incendio que consume, sino un fuego que abriga. No es tormenta, sino puerto.
El amor verdadero no es sólo una palabra ni un gesto pasajero. Es la raíz que sostiene la existencia, la promesa silenciosa que no necesita ser repetida.
Se revela en las pequeñas cosas: en el café compartido cada mañana, en la manera en que alguien escucha sin apurar respuestas, en la certeza de que, aunque el mundo se tambalee, hay un refugio.
No es una perfección sin fisuras. Es imperfecto, humano, lleno de días grises y noches difíciles. Pero allí está, firme, sin estridencias, sin demandas, sin urgencias.
No exige pruebas ni condiciones. No mendiga atención ni tolera la indiferencia. Se sostiene en la ternura y en la complicidad de los días comunes. Es el instante compartido sin grandes discursos, la mirada que sabe sin necesidad de preguntar.
El amor verdadero no es perfecto, pero es honesto. Se enfrenta a la vida con la certeza de que habrá tropiezos, desencuentros y silencios difíciles. Y aun así, permanece. Porque no se trata de poseer ni de depender, sino de elegir. Elegir, cada día, quedarse.
El amor verdadero no pregunta por garantías ni fechas de vencimiento. No exige promesas vacías ni contratos emocionales. Es, simplemente, presencia. La decisión cotidiana de quedarse, de sostener, de elegir, de amar.