En un mundo saturado de información y de desinformación, es tentador buscar atajos mentales, pequeños y cómodos esquemas que permitan dar sentido al caos. Entre esos atajos está la peligrosa práctica de la generalización, un vicio que distorsiona, empobrece y hasta hiere la percepción de la realidad.
La generalización simplifica lo complejo. Es decir, lleva a encapsular experiencias humanas, culturas y comportamientos dentro de frases cómodas estereotipadas: “todos los jóvenes son irresponsables”, “los ricos son egoístas”, “esa nación siempre actúa de esa manera”. Y, sin embargo, detrás de cada declaración universal, de cada una de esas “verdades indiscutibles” se esconde una omisión de matices, de excepciones, de la riqueza del detalle. Generalizar escomo dibujar un bosque con una sola línea: pierdes los árboles, las sombras, el juego de luces entre las hojas.
El vicio de la generalización tiene sus raíces en el miedo, la torpeza y la pereza intelectual. Es más fácil agrupar que analizar. Es más cómodo etiquetar que escuchar. Pero las consecuencias de este atajo mental son más profundas de lo que parecen. Cada vez que se generaliza, se niega individualidades, se mata historias. Se convierte a personas en cifras, a culturas en clichés y a complejidades en dogmas.
Pero, ¿es posible librarse de este vicio? Creo que sí. El antídoto está en la curiosidad y la empatía. Preguntar en lugar de asumir. Escuchar en lugar de dictaminar. Entender que el mundo es un mosaico infinito de perspectivas, donde cada individuo tiene su propio universo que contar.
Hay que romper el mal hábito de la generalización. Hay que festejar el detalle. Amar las diferencias. Porque en el fondo, somos mucho más que una simple conclusión apresurada.
Y no, no todos los venezolanos somos como los malhechores del Tren de Aragua. Y por tanto, meternos en el mismo saco no es sólo una equivocación con nefastas consecuencias, es un simplismo intelectual y político francamente idiota.